UN ASUNTO GENIAL.
Según parece, Mozart tocó el violín a los cuatro años de edad y el piano a los seis. Lisz, por su parte, estrenó su ópera "Don Sancho" a los catorce años. Schubert, a los once años escribía sonatas, sinfonías, y óperas. Beethoven, a los ocho añitos, ya tenía concluidas tres sonatas que son obras maestras. Mendelsohn tenía catorce años cuando compuso su obertura de "Sueño de una noche de verano". Yo pienso en esas cosas y me da vergüenza chiflar, y de cantar no hablemos. Creo no obstante que tengo oído para la música, o sensibilidad, porque hay obras que si me agarran mal barajado me hacen largar el cuajo, bajito, como para mí, pero me pasa. Claro que eso de los nenes prodigiosos, geniales de entrada nomás, fastidia un poco. Fíjese que Groteh, a los tres años y medio ya tocaba sus propias composiciones en órgano. ¡Tres y medio!. Había que interrumpirle la creación para cambiarle los pañales. En esa línea de precocidad, en cualquier momento nace un genio de la protesta, y al recibir la primer palmada en el culito, en lugar de llorar se descuelga con un alegato contra los castigos corporales y los derechos del niño. Uno se entera de esas genialidades, de esos prodigios que entran a la historia del arte como perico por su casa, y para conformarse y restarle méritos a esos mocosos atrevidos, comenta: - Y sí, para esas cosas, hay que nacer... Si no se nace, che, es inútil. Y es verdad, claro, si no se nace no hay caso, no se nace. Pero nacer genio no es un mérito, como no es una culpa nacer estúpido, y tienen en común que ambas cosas se pueden perfeccionar. Y tal vez no haya genios perfectos, pero hay, indudablemente perfectos estúpidos. Y la perfección, qué quiere que le diga, es envidiable.
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