Una carta explosiva.
Sr. Jefe a cargo del Polvorín: A pesar de conocer los compromisos particulares que tiene usted con los materiales militares, lo molesto porque aquí estamos precisando un poco de pólvora para hacer volar un puente cosa de que no crucen las fuerzas enemigas y nos ganen. El puente es de unos cien metros, nada del otro mundo, pero si se lo volamos ellos no pueden saltar cien metros, porque son malos y feos pero incapaces de pegar semejante salto. Ni lo intentarán porque saben que abajo hemos sembrado las aguas con pirañas y les tiramos “miguelitos”. Ganas no les faltarían, que se les nota por lo mal que nos miran. Con largavistas, claro, de lejos, pero nos miran. Usted debiera mandarnos por lo menos unos cien kilos, de la buena. Yo creo que la negra es la mejor, y fíjese que no venga húmeda, porque la vez pasada mandaron una partida que tenía musgo y bichitos de la humedad, y pólvora con musgo es una porquería. Para peor los bichitos bolitas me mueven a ternura y me da no se qué matarlos. Un soldado que era plomero de profesión la quiso secar con un soplete y no quiera saber el susto que nos dio. Casi la seca. Diga que yo estaba tomando mate cerca y con el termo le desvié el soplete cuando la pólvora ya echaba humito. El pedido no es que se diga urgente, pero yo se lo hago con tiempo para que usted vea de conseguirla porque sé que la suele vender a los cazadores de liebres y otras especies autóctonas. Vea usted que no lo agarre la proximidad de las fiestas, como el año pasado que no me pudo cumplir un pedido porque la tenía vendida a los fabricantes de buscapié, destino poco honorable para la pólvora de la Patria. A la espera del cargamento lo saluda con venia y todo, El Artillero.
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