"SAN BLAS el destapador"
Me hubiese gustado estudiar medicina, para saber por qué cuando uno se atora, cuando se atraganta, lo mejor es tener alguien que le pegue unas palmadas en la espalda al tiempo que le dice “San Blas, San Blas”. Con el mayor respeto y admiración por sus poderes, lo que he logrado averiguar de este Santo, Blas a secas, se reduce a que fue Obispo y mártir, que era de nacionalidad armenio y muerto 316 años después del nacimiento de Cristo. Deben haber por ahí más datos sobre este santificado señor, cuyo nombre me resulta grato pues uno de los primeros libros de humor que leí, del español Noel Clarasó, se llama “Blas, tu no eres mi amigo”. Nada dice, nada he leído, sobre las razones de la eficacia de repetir “San Blas” en casos de atoramiento, pero el asunto es que desatora, desatasca, desobstruye el camino y evita que uno se asfixie. No sé si con las palmaditas es suficiente y se puede prescindir de San Blas, porque siempre vi ocurrir las tres cosas a la vez: atoramiento, palmada en la espalda e invocación del santo de marras. En este caso podemos afirmar, religiosamente, que es santo remedio. ¿Qué pasa si uno se atraganta y le golpean la espalda repitiendo San Ramón o San Jacinto?. ¿O San Canuto, que de alguna manera permite imaginar alguna relación con cosa tapada, como Santa Canaleta?. No se sabe, pero no creo que surtan efecto. Algo destapante hay en San Blas, que yo ignoro. La palmadita en la espalda funciona con los bebes para que hagan provechito, que de alguna manera también destapa, pero en ellos, santitos, no hay necesidad de acudir al Santo. Todo esto viene a cuento, porque me di a pensar en la necesidad que tiene el hombre de estar acompañado. No es bueno estar solo, por una serie de innumerables razones, entre ellas, y no la menor, porque si está solo y se atora no tiene quién le golpee la espalda. En tan triste caso, le puede pasar lo que a George Bush, que pese a ser el presidente de la nación más poderosa de la tierra, se atraganto con una vulgar y humilde galleta, y se desmayó como cualquier vecino de la otra cuadra frente al televisor. Al despertarse, vio que dos de sus perros lo miraban. Pese a ser de raza inteligente, y cara, ni le golpearon la espalda ni le dijeron San Blas. Nunca se sabrá qué pensaban o sentían aquellos perros, viendo al amo y señor tirado sobre la alfombra presidencial, por culpa de un cacho de galleta. Es posible imaginar que hayan pensado: “No somos nada, y este tampoco”.
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