"EL APASIONATE CASO DE LAS BOMBACHAS SANDUCERAS"
Cuando me enteré por el diario que un tipo en Paysandú fue preso por robar bombachas, me sentí muy mal. Recordé que la Patria se hizo a caballo, y a bombacha limpia. Quizá no tan limpia, porque los revolcones por el pasto y la falta de servilletas en el momento de comer el asado a campo abierto, no permitían a nuestro gaucho mantener la pulcritud propia del hombre de ciudad sentado en su confortable comedor, atendido por sirvientes de guantes blancos. No señor, el gaucho se limpiaba las manos en su bombacha, o con el borde sin flecos del poncho, o con yuyos, cuidando siempre de evitar la urticante ortiga. Su bombacha lucía trabones producidos, ya por golpes bajos recibidos en duelos a cuchillo, ya por ocultarse valientemente entre espinillos y cardales, o lo que es más glorioso y ponderable, por quemaduras producidas por disparos a quema ropa de trabucos enemigos. Me vinieron a la mente los cuadros de Blanes, donde los criollos de entonces lucían bombachas con puntillas de encajes y chiripá floreado. Si bien de origen árabe, según algunos historiadores, fabricada por los ingleses y enviada a nuestra gente cuando les quedó una partida de clavo, la bombacha fue, y es, la prenda de vestir más tradicional de esta tierra redomona. Falta, creo, el poeta que eleve su voz en un merecido canto a la bombacha, que bien podría comenzar diciendo: “Bombacha, prenda macha que se trepó a la cuchilla, y a punta de coronilla superó la mala racha”. Lo que antecede no pretende ser un ejemplo a seguir, ni la pedante intención de crear una corriente, o hacer escuela, pero tal vez logre incentivar a muchos de nuestros bardos que, como Bécquer Salvador Puig, Idea Vilariño, Carlos Enrique De Mello, Washington Benavides, y tantos otros de codiciada estatura, tienen días, supongo, en que padecen agobiados el desencuentro con el tema que los alivie de esa sofocante carga que significa el no saber qué decir, y cómo no decirlo. Todo esto pasó por mi mente al leer el titular que informaba sobre un ladrón de bombachas en la heroica ciudad litolareña. El hecho: robo de prenda de vestir, y el lugar: Paysandú, me obligaron a recordar el título de la estupenda novela de Mario Delgado Aparaín: “No robarás las botas de los muertos”, y tentarme a escribir: “No robarás las bombachas de los vivos”. Sin pensarlo más ni consultar a nadie, viajé a la capital sanducera para iniciar una exhaustiva investigación del inusitado hecho. Me acompañaba en el viaje el recuerdo de una bombacha de mi bisabuelo, que gastada por los ariscos recados y las fatigadas sillas de los boliches donde pasaba las noches truqueando, terminó apolillada en casa de mi padre, junto a un facón mellado, y a una taba cargada, única herencia dejada por mi bisabuelito. Triste final, para una bombacha oriental que supo albergar, y abrigar, aquellas partes púdicas de tanto peso durante las gestas libertarias. Al facón mellado se lo comió la herrumbre, que no perdona, y en un otoño lejano, se le cayó la hoja. La taba, en cambio, sobrevivió, y la carga que sutilmente le introdujera mi bisabuelo, permitió a mi padre ganar algún dinero en más de una cancha con tolerancia policial en día de elecciones. Arribado que hube a Paysandú, a las primeras preguntas hechas al mozo de un bar, entendí que el ladrón había hurtado una veintena de dichas prendas, y que se trataba de un fetichista. Es decir, estábamos frente a un supersticioso, idolatra, adorador de benéficos talismanes. Quise saber por qué el ladrón consideraba que una bombacha era un talismán, un amuleto de la buena suerte que nuestro gaucho nunca tuvo. “Por el contrario – opinó socarrón el mozo -, varias de esas bombachas han sido la perdición de más de un gauchito de la zona”. Confundido por semejante observación, quise saber más, y supe más. Supe, y me desmoroné, que el ladrón robaba bombachas de mujer, colgadas a secar en las tradicionales cuerdas de tender la ropa. Desquiciado, quise ahorcarme con una de ellas, pero fue imposible. Todas estaban vigiladas por señoras poco dispuestas a permitir que algún extraño, se acercara a sus menudas prendas interiores. Al menos, mientras se estaban secando colgadas en la cuerda.
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