"El peligroso juego de armar y desarmar"
George Bush, ha dicho, con su acostumbrada sonrisa entre burlona y demencial, que no va a parar hasta que no haya desarmado a Hussein. Es una extraña tarea la que se ha impuesto el Gran Jefe Blanco. Extraña y compleja. Es verdad que los niños tienen, movidos por la curiosidad, o vaya uno a saber qué instintos de destrucción de bienes propios y ajenos, una natural inclinación a desarmarlo todo. No es mi materia, si es que alguna lo es, la de estudiar y analizar el comportamiento de los niños. Pero uno, como el que más, lo fue. No me cuesta mucho recordar cuando me regalaron un autito a cuerda. Debo decir que fue una desilusión, porque en mis sueños lo que venía tocando pito era un ferrocarril, a cuerda sí, pero ferrocarril, y con unas vías en forma de ocho que pasaban por debajo de una garita, y el tren, tirando de aquella ristra de vagones de colores, daba las vueltas como si fuera de verdad. No puedo asegurarlo, pero creo que mi debilidad por los ferrocarriles se debe a que tuve un tío que era guardagujas en la estación Atlántida, tan lejos entonces del balneario. Yo lo veía mover aquellas palancas haciendo los desvíos, de los que dependía que el ferrocarril agarrara por acá o por allá, o que se estrellara contra el que venía de frente, o que saltara de las vías y agarrara campo adentro esquivando vacas y espantando caballadas entre el alboroto de los teros, que, como se sabe, ponen el huevo aquí y se van a gritar por allá. Mi tío, en ese momento, era el hombre más importante del mundo. Para mejor, si cruzaba un ferrocarril sin parar, mi tío le daba al maquinista, a la pasada, un aro grandote que el otro enganchaba en su brazo y allá seguía, meta pito y humo de carbón. Nunca supe el por qué de ese aro, qué significaba. ¿Qué pasaba si mi tío se olvidaba de entregarlo, o si al maquinista se le caía y era triturado por las demoledoras ruedas del tren?. Ni lo supe ni quiero saberlo. Me niego a que me sean develados todos los misterios. El filósofo Gabriel Marcel ha presentado como ejemplo de misterio, la eternidad, y nos dice con una seguridad que respeto pero me asombra: “la relación entre el misterio y la eternidad es algo peculiar: la eternidad es algo misterioso, y todo misterio desemboca en la eternidad”. La verdad que yo, incapaz de abarcar el momento actual, y por lo tanto mucho menos la llamada eternidad, no le encuentro relación con el ferrocarril a cuerda ni con mi tío el guardagujas, pero lo traigo a colación y lo transcribo, por si alguien se interesa. El hecho en cuestión, es que de niño yo desarmaba los juguetes para ver qué tenían adentro, qué los hacía funcionar. Pese a que destripé muchos de mis chiches, no llegué a saber gran cosa sobre la interrelación de los diferentes engranajes que movilizaban aquello que yo, de puro curioso, había convertido en chatarra. Ayer vi en la prensa que El Gran Jefe Blanco ha declarado: “Voy a desarmar a Hussein”. Y también: “No descansaré hasta desarmar a Hussein”. Es evidente que este hombre se ha propuesto desarmarlo. Es no menos evidente, que se trata de una tarea compleja para quien no posee los conocimientos necesarios sobre las piezas que componen a un tipo, y menos a uno como Hussein, que vaya a saber uno cuales son y cómo funcionan sus engranajes. Pero suponiendo que logre desarmarlo: ¿Luego, qué?. ¿Intentará armarlo de nuevo? ¿Será capaz, o le sobrarán piezas? Y si lo arma de nuevo, ¿no le quedará peor, más feo, con el bigote en una rodilla, por ejemplo?. Armar, desarmar y armar nuevamente. Ese parece su juego preferido. Herramientas no le faltan. Sabiduría no le sobra. Pasan los días, y no se anima, pero sueña. No hay muchos misterios. Sabe que al desarmarlo, al aflojarle las piezas, saltará un poderoso chorro de petróleo que lo empapará, y entonces, por primera vez, el Gran Jefe Blanco, se pondrá a bailar alrededor de la gran fogata, y será feliz así, convertido en un Gran Jefe Negro. Negro, pero lavable, che, no sea cosa que esa sonrisa entre burlona y demencial, se le convierta en una triste mueca de negro perseguido.
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